Portales

El golpe añadió otra arruga irreparable al ya maltrecho cuero de sus mocasines, pero fue suficiente para que la hoja metálica no se cerrara con saña en sus narices ni reverberara tozuda en sus oídos.  Había tomado una decisión rápida al ver a una vecina empujar un carrito rechoncho y fucsia sucio hacia el portal, y sintió brevemente el granito de las jambas en la espalda antes de dar medio giro y adelantar el pie con un paso brusco. Ahora solo tenía que apretar los dientes para mitigar el dolor del impacto y esperar a que la anciana se alejara, ajena a su presencia.

El hall

Por suerte, desapareció enseguida tras una puerta verde y acolchada con una mirilla dorada justo al lado del chiscón del portero. Siendo ya las dos de la tarde, dentro de este solo quedaba una oscuridad hueca, como mucho algún eco vivo de la amplitud modulada que había carraspeado toda la mañana para detenerse solo hacía unos minutos. Y el sempiterno calendario.

La pana gruesa le guardaba el secreto al temblor de sus piernas, pero la boca no lo engañaba: sentía el regusto de su corazón amenazando con salirse por ella. La transgresión lo hacía sentir algo culpable, si bien el impulso lo llevaba en volandas con la sensación adolescente y breve de ser capaz de cualquier cosa. No importaba cuántas veces lo hubiera hecho en su vida: la emoción de apropiarse de un espacio ajeno, de hacerlo suyo, nunca disminuía.

Disipada la primera amenaza, atravesó el estrecho y largo hall que terminaba en un pequeño patio donde el cielo ya podía juzgar sus actos. Miró hacia arriba, de reojo primero, con algo de vergüenza, para después confirmar su primera impresión: un mar límpido sobre él aprobaba su incursión en otros mundos.

Cómo no iban a dar su beneplácito las alturas, pensó, necesitaba transgredir para sobrevivir, para respirar. Cuando la vida está en juego, se es capaz de cualquier cosa.

El saludo le cogió en esa reflexión, pero repentizó lo suficiente como para devolverlo con naturalidad. ¡Buenas, qué tal! No sospechaban, aunque no le hubieran visto nunca. Pensó que detrás de cada portal había un mundo, un mundo que era tan transitable como las calles de una gran ciudad.  

El ascensor

Con el jersey gris palpitándole las ganas y la falta de respiración acuciante – la edad quizá sí era algo más que un número – llegó al ascensor. Podía haber subido de dos en dos los peldaños y perder aún más el aliento, pero todo aquello requería seguir el ritual del pasado a rajatabla, no saltarse ni un paso. Tal era el modo que tenía la vida de revelársele. El ascensor era ese habitáculo seguro en que, durante treinta o cuarenta segundos, se podía ser uno mismo, de verdad y con otros. Era un viaje suspendido en que la vida se detenía – la irreal, la pretendida – y se decía un adiós efímero a las mentiras (los espejos que se añadirían a modelos posteriores no harían sino confirmar a los viajantes su auténtica identidad).

El clonc seco de la polea lo sacó de este sueño interrumpido: había llegado al último piso. El momento se acercaba y la necesidad se volvía imperante. Sería rápido, lo suficiente para llevarse el botín que le hiciera aguantar unos días más en soledad.

El piso

Salió, y se encontró el descansillo como siempre. Una bici desvencijada y unas cuantas bolsas, una jaula de pájaro (pensó que antes habían sido dos). Se preparó, tomó aire y cerró los ojos.

La sintió entonces llenando el espacio. El recuerdo de ellos juntos era un cabo de soga que habitaba en el estómago. El otro cabo salía por su boca y después, se hacían nudo en el aire enfrente de él. Cuántas veces habían esperado una oportunidad, habían entrado entre risas tirando el uno del otro, se habían reconocido en el ascensor, aunque fuera en un breve espacio de tiempo, esa extraña expresión que conciliaba ambas dimensiones de la existencia. Habían sido juntos enteros, y después habían deshecho apresurados el piso, el ascensor, el hall, el portal, para volver a los niños que corrían, a los adoquines taciturnos, a los imponentes bolardos de una calle insolentemente ajena a sus pasiones. Y por enésima vez desde que ella ya no estaba,  deshizo el piso, el ascensor, el hall y el portal solo. Afuera, los pájaros volaban impasibles.

 

 

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