Urdimbre

Mi mente, traductora por defecto, ha decidido que mi película Urdimbre se estrene bajo el título The bare skeleton of life en el mundo angloparlante.

«¡Pero si ese calcetín está en la urdimbre!». Mi madre se indignaba cuando alcanzaba a ver la trama desnuda del algodón que cubría precariamente alguno de nuestros diez pies.

Después del intercambio de miradas triunfantes que seguía a la mención materna de otra peculiar palabra, yo la repetía para mis adentros. Todavía hoy me provoca satisfacción pronunciar cada una de sus sílabas: UR-DIM-BRE. Es como si empezara bajito, y luego se hiciera fuerte al llegar a la «M siempre antes de B» de la cartilla Palau.

The bare skeleton of life

Pasados los cuarenta y contemplando aún en mis pies la misma trama que en mi niñez invocaba la mágica palabra, el duelo me recuerda a la urdimbre. No en lo bello de sus sílabas, pues «duelo» no es sino un diptongo tan tremendamente hueco como el sentimiento que se esfuerza por civilizar. Ni porque imprima su aspereza en la piel. Más bien por la forma en que nos enfrenta con los hilos nudos de la vida. The bare skeleton of life. Suena a canción de Nick Cave, que siempre conjuraba la oquedad de los esqueletos hasta que el duelo le hizo interesarse por la recomposición de los cuerpos. Quizá gracias a que en su momento me agarré al bálsamo mesiánico de sus experiencias, mi mente, traductora por defecto, ha decidido que mi película Urdimbre se estrene bajo el título The bare skeleton of life en el mundo angloparlante.

El jersey amarillo

El primer verano escuché a Cave como si fuera el patriarca de todos los dolientes. Los dolientes son un club silencioso. Guardan   —guardamos— en secreto que ya nos hemos asomado al vacío para que al resto de los vivos se les haga más tolerable la existencia. Cuando uno se encuentra con otro, surge una especie de fraternidad, una idea triste de ser parecidos, y la consciencia de haberse unido a los depositarios de esa básica y hueca verdad.

Me pasó con los tuits de Inés Martín Rodrigo. Por algún azar inusualmente inteligente del algoritmo, me encontré de golpe con sus reflexiones. Reconocí las punzadas frescas. Ella conocía bien el club. Tardé poco en engancharme a su capacidad de llenar ese vacío con palabras.

(Un lapso impreciso de tiempo después). «¿Sabes a quién deberíais entrevistar en el podcast? A Inés. ¿Te acuerdas de Inés? Yo la sigo en redes. Premio Nadal, nada menos».

Y de repente, el jersey amarillo de mi memoria encajó en la foto de perfil, y la sonrisa, también. Estábamos en clases diferentes y dudo de que intercambiáramos más de un par de palabras, pero recordaba su expresión alta y, a mis ojos, tranquila, como si entendiera más cosas del mundo que los que la rodeábamos entonces.

Devanar nuestras historias

Antes de entrevistarla, ya sabía que Irene Vallejo también era parte de esa hermandad. Apaciguadora, como Cave, de sus compañeros de (mala) suerte, y adalid de las tejedoras, de las contadoras de historias, cosas ambas que, como ha explicado ella tantas veces, vienen a ser lo mismo. «El hilo de una historia», «urdir la trama». La urdimbre. Spin a yarn, me llega por el pinganillo.

Los dolientes menos hábiles devanamos nuestra propia historia hasta hacer de la madeja un hilo llano, desmembrado a cada rato por la huella de los puntos deshechos.

En el devanar se alcanza la claridad absoluta. Y la claridad, al menos de principio, resulta ser la nada. Hiperrealista como El mundo, de Juan José Millás. Tan obnubilados estamos por la visión de su esqueleto que siquiera podemos imaginar repoblar la urdimbre.

Los que ya han terminado la labor nos aseveran que enhebraremos, que acabaremos por remendar el calcetín.

La claridad responde que será, irremediablemente, con un hilo más barato, y de otro color.

Y no olvides...…

Que hemos publicado una nueva edición de nuestro libro Verano, 1969, diez historias en torno a la visita del Premio Nobel irlandés Seamus Heaney a Madrid en 1969.

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